Terminamos el último mes del año con varios encuentros significativos que pueden verse en el boletín, pero quisiera destacar algunos en los que, gracias a Dios, tuve el privilegio de estar presente. Por un lado, las graduaciones de Cuidadores 360 en Caracas y Mérida han supuesto un redescubrimiento de la humanidad que encierra el oficio de cuidar a otros, en este caso de personas mayores, pero los conocimientos aplican al cuidado de quien lo necesite. Ha sido una gran novedad trabajar mano a mano con la Iglesia católica y que los Cuidadores 360 formarán a su vez cuidadores comunitarios para poder ofrecer el servicio a los mayores más vulnerables. De esta manera, se están comenzando a generar comunidades de cuidadores en estas ciudades en torno a las realidades de las parroquias.
Por otra parte, ha sido conmovedor compartir las experiencias del equipo de Trabajo y Persona que trabajó en los proyectos más remotos de la geografía de nuestro país en 2024. Al estar en las periferias, con gente muy sencilla y con ganas de mejorar en su trabajo, pudimos constatar el valor de nuestra propuesta a 360 grados, no solo para los beneficiarios finales de los proyectos, sino también para nuestra gente, que se ocupaba unos de otros, y estaba pendiente de todas las complejidades logísticas y financieras que surgieron en el camino.
Comunicar el valor, no solo del trabajo, sino también de la cultura del cuidado a los más vulnerables y a nosotros mismos en un entorno que incita a todo lo contrario, es un gran desafío. Pero la cultura del cuidado no es otra cosa que la cultura del amor, porque nadie cuida de los demás si no es por amor. Promover la «civilización del amor», enunciada por el papa Pablo VI y luego profundizada por san Juan Pablo II.
Tras terminar las actividades llega el hermoso tiempo de la Navidad, las fiestas de fin de año, y comenzamos de nuevo con renovadas fuerzas, propósitos y metas para seguir adelante, pero podríamos caer rápidamente en la tentación de pasar por alto el hecho más revolucionario de la historia: un acto de amor sin precedentes que nos puede dar la certeza de que toda la realidad está impregnada por el infinito. A menudo, cuando llega enero ya estamos manos a la obra y olvidamos que el origen del amor que podemos dar a los demás es uno de nosotros y nos acompaña en el camino. Sin duda es una cuestión de fe, pero el acto de libertad de Dios es tan potente que incluso podemos negarlo o mostrar indiferencia. Pero, si fuera verdad, nadie querría perdérselo, ya que permitiría vivir todas las cosas con más intensidad, atravesar el infierno si fuera necesario, redefinir el sentido del dolor y el propósito que intentamos darle a todas las cosas. Ese amor, esa caridad que recibimos de ese niño humilde en el pesebre, sería el origen del amor que podemos dar a los demás y, el hecho de reconocerlo, es la fuente de toda esperanza.
Todo esto lo expresa de manera inmejorable «il sommo poeta» en el himno a la Virgen María, en el canto XXXIII de El Paraíso en la Divina Comedia: En tu vientre se encendió el amor, por cuyo calor, en la eterna paz, esta flor germinó. Aquí eres, entre nosotros, meridiana luz de caridad, y allá abajo, entre los mortales, fuente vida de esperanza.
Por eso queremos comenzar el año sabiendo que estará lleno de dificultades y tropiezos, pero llenos de una esperanza que no defrauda, «porque se fundamenta en la fe y se nutre de la caridad, y de este modo hace posible que sigamos adelante en la vida». Como dijo el papa Francisco en la convocatoria del Jubileo de la Esperanza.