Últimamente es demasiado fácil culpar a terceros de todos nuestros males, y muchas veces con razones indiscutibles; por ejemplo, la famosa “situación país” que nos aqueja en Venezuela desde hace años, con todas sus causas y consecuencias objetivas y, por supuesto, la pandemia. Si bien es cierto que la realidad nos ha tocado de manera dramática y no podemos minimizar su impacto en todos los aspectos de la vida, usar únicamente la salida de emergencia, poniendo en el banquillo de los acusados solo a los políticos, al mercado, al jefe, al vecino, etc., es una tentación que no debería eximir de su responsabilidad a nadie.

“Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, no es una práctica común en nuestras latitudes por quienes lo poseen, pero es una actitud que cada uno de nosotros podemos tener en nuestro ámbito. No cuidarse frente a la Covid-19, dejar de ayudar a un vecino o a quien lo necesite, abandonar espacios donde pudiéramos hacer un trabajo y dar nuestro aporte es nuestra responsabilidad. Me refiero con esto, no solo como un deber, sino más bien en el sentido etimológico de la responsabilidad, del latín responsāre, “responder”. Todos podemos responder, porque hemos recibido dones y talentos, e incluso estamos llamados a responder, aún más en los momentos que vivimos. 

Pero sucede a menudo que «nadie tiene el coraje de decir: “yo”», como afirma Kierkegaard (Diario, Rizzoli Bur, Milán, 1983), y eso tiene graves consecuencias porque quiere decir que el mal uso “del poder”, de cualquier tipo, ha llegado a conquistar hasta nuestro metro cuadrado de responsabilidad personal y entonces, también, de protagonismo.

¿Cuál es el antídoto frente a esta ausencia de responsabilidad personal? ¿De dónde se saca el coraje de decir “yo”? ¿Hasta dónde el valor de un “yo” puede tener incidencia en un cambio de la historia? 

Aunque presenciemos distintas formas de violencia absurdas hacia los seres humanos y el planeta (revoluciones, guerras, genocidios, crímenes ecológicos, etc.), muchos coincidimos en la importancia de la educación y en la promoción de valores humanos para enfrentar estos problemas, pero pareciera no ser suficiente.

En su Diario, Kierkegaard dice que «los valores son abstractos hasta que alguien tiene el coraje de decir “yo”». Para educar y transmitir valores es necesario tener testimonios que los encarnen y vivan; allí comienza el impulso para que nuestra libertad se mueva, con coraje, para ser responsables.

Si miramos con atención, podemos reconocer personas sencillas que viven de una manera diferente y vale la pena seguirles, simplemente porque han tenido el coraje de decir “yo”; y entonces implicarnos de manera responsable desde lo más pequeño en nuestra casa hasta en ámbitos públicos. Es un espectáculo ver ese movimiento en una persona, porque además de convertirse en protagonista, transpira libertad.